sábado, 5 de marzo de 2011

En estos instantes mi cabeza está a punto de estallar. Miles de pensamientos insignificantes para cualquiera rondan por mi mente. Y de todos ellos ninguno es lo suficientemente bueno, pero si lo suficientemente malo. Ondas de impotencia sobrevuelan mi cabeza, lágrimas de desilusión cubren mis mejillas. No logro encontrarle el sentido a nada, a pesar de que lo he intentado una y otra vez, pensando que la próxima vez será la esperada. Cada vez me parece más estúpida la idea de seguir intentándolo, ya que en el intento está la respuesta y yo, a pesar de haberlo intentado, no he obtenido ninguna respuesta, aún. Observo al resto de gente y me parece improbable, por no decir imposible, que la mayoría de ellos crean que alguien ha sido capaz, alguna vez, de saborear la felicidad. La felicidad absoluta no existe y nunca ha existido y dudo que algún día pueda existir. Me mantiene viva, la esperanza que en ocasiones aparece de la nada, como caída del cielo, que consiguen que encuentre en algún rincón apartado, las ganas de ser como el resto, que fingen ser felices o que creen que lo son o que lo serán algún día. Pero siempre, como de costumbre, existe algo que me empuja hacia atrás y evita que siga intentándolo. Yo no creo en nada ni en nadie, ni creo en mí misma, no creo en la belleza, no creo en el bien ni en el mal, no creo en Dios ni en Satanás, no creo en el destino como tampoco creo en el amor para siempre. No creo en el pasado, tampoco en el presente y mucho menos creo en el futuro. Tan solo creo que este mundo no es al cien por cien real, que nada es lo que parece y que vivimos engañados...

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